El pernicioso efecto de los cuidachambas

Cuidachambas

La ruina de un país no se fragua sola ni obedece a una causalidad lineal. Por el contrario, es tal la complejidad de la realidad, que resulta no sólo difícil explicar y comprender qué coloca a naciones enteras en situaciones de crisis y contradicciones -en muchas ocasiones irresolubles-, sino, ante todo, generar las propuestas y acciones necesarias para sacar del marasmo a los colectivos que se sumen en espirales que no tienen otro destino que el abismo.

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Entre los múltiples factores que inciden en la fractura de las sociedades, hay uno que, a pesar de su relevancia, se mantiene relativamente oculto, soterrado; y que es una especie de “conducta inconsciente colectiva” al interior de las administraciones públicas, en todos sus ámbitos y niveles.

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Haría falta profundizar mucho más en este tema; pero es viable pensar en que, en el sector público, al menos en México, desde el gobierno de la República hasta el de los municipios más pequeños, priva de manera generalizada la imposibilidad fáctica de contribuir a la transformación de las estructuras burocráticas. En efecto, el sistema normativo y reglamentario, pero sobre todo las lógicas de ejercicio del poder están diseñadas para que nada cambie y para que sólo unos cuantos obtengan la mayor parte de los beneficios de administrar -que no gobernar- la cosa pública.

Ello va de la mano con un mercado del trabajo fracturado, excluyente y que garantiza para muy pocas y pocos, la posibilidad de tener un salario digno, lo cual incluye por supuesto prestaciones económicas y sociales, así como, en el imaginario, mayores posibilidades de movilidad y ascenso en la escala social.

En ese contexto surge la figura que, en el lenguaje más coloquial, puede denominarse como “cuidachambas”. Se trata de personas que cobran del erario público, pero cuyo mandato personalísimo es aferrarse a su cargo o puesto el mayor tiempo posible. Para ellas y ellos, lo relevante no es servir al país, no es la mejora institucional continua, sino acceder a la mayor cantidad de beneficios legales y extra legales que son inherentes a su posición, en el nivel y jerarquía de que se trate.

Las y los “cuidachambas” suelen ser sumamente críticos del estado de cosas imperantes. Por lo general son personas conscientes de la fractura social e institucional que se enfrenta; y por ello siempre están alertas a todo lo que ocurre en su entorno y que puede ya bien mejorar su posición y, sobre todas las cosas, cuando pueden amenazarla.

El contexto y circunstancia que permite lo anterior es vil. Se alimenta del rumor, del chisme; todo está diseñado para que los responsables en la larga cadena jerárquica de las instituciones, que son siempre verticales y tendientes al autoritarismo, tengan acceso a la última noticia de la oficina: “fulanita o fulanito dijo tal cosa”; “fulanito o fulanita andan con perenganito”; fulanita o fulanito no hace tal o cual cosa”. Ese es tristemente el nivel del debate burocrático interno, pero, sobre todo, de lo que pomposamente se denomina como “la grilla institucional”.

Frente a ello, de vez en vez surgen personajes a los que, de manera laxa, se puede denominar en un texto de esta especie, como “la o el soñador”. Personas con convicción de servicio, con vocación de cambio y con capacidades de imaginación y de instrumentación de ideas.

Son, evidentemente, personas que amenazan el estado de cosas imperante. Aunque, de manera paradójica, inicialmente generan un cierto entusiasmo. Al llegar al “mundo de los cuidachambas”, provocan una curiosidad similar a la que provoca un espécimen nuevo que llega a la manada y que está dispuesto a experimentar con nuevos juegos y técnicas de socialización.

Pero el entusiasmo dura poco. Las y los “cuidachambas” rápidamente se dan cuenta de que la o el “soñador” amenaza su posición; no porque quiera disputarles los cargos; sino porque sus ideas implican transformar la manera en cómo se hacen las cosas. Y eso es lo peligroso. Porque si el objetivo es mantenerse en el cargo o posición que se tiene, esto debe ocurrir pase lo que pase.

La o el soñador intentarán transformar procesos, estructuras, mentalidades. Pero, ¿quién se cree esa persona para tal despropósito? Porque además, lograrlo, implica confrontar a las estructuras de poder establecidas. ¿Y por qué alguien habría de arriesgar su trabajo, prestaciones, supuestas lealtades y amistades, solo por seguir los sueños ilusos y poco realistas de la o el soñador?

No importa si tiene razón; poco interesa si sus ideas son pertinentes y podrían incluso mejorar las condiciones generales de la institución, al nivel que garantizaría a las y los “cuidachambas” no depender de la o el jefe en turno, sino de su propio trabajo, capacidades y mérito acumulado en el tiempo… El miedo a la libertad, al que habría aludido Erich Fromm.

Generalmene, la o el «cuidachambas» es acomodaticio; juega a «estar bien con dios y con el diablo»; teje relaciones personales con unos y con otros; para después fácilmente deslindarse argumentando el clásico: «te lo dije»; porque efectivamente, todo y de todo han dicho. En nuestro escenario nacional todo esto es claro: impera por ello la lógica del «YesMan»; de la obediencia humillante y de un pragmatismo cínico que a todos los que forman parte de ese mundo termina beneficiando, aunque con ello se perjudique severamente a la sociedad que cubre sus salarios.

Así, frente al «soñador» o «ingenuo», lo previsible es que se den, con mayor probabilidad, dos escenarios: o el linchamiento o el ostracismo. Y como se señala arriba, la advertencia llega casi siempre de los que se mostraban más afines; y en no pocas ocasiones, son quienes dan la voz de salida a la lógica de la fuente ovejuna. Y sin duda, casi siempre terminan victoriosos en sus afanes.

La cuestión es tan desafiante como frustrante. Porque la mayoría de las y los “cuidachambas” saben que las cosas no están bien. Porque las instrucciones que da su jefe son equívocas y en no pocas ocasiones contra la ley y las normas, pero ellas y ellos “sólo siguen órdenes”; porque el jefe, ese que acosa y hostiga a las mujeres, es de quien depende su permanencia y posibilidades de ascenso; porque el jefe “viene de arriba y está protegido”; y por supuesto que lo está -en ocasiones en menor medida de lo que se cree-, pero que, en todo caso, forma parte de las redes de complicidades y malos acuerdos que se generan para que todo siga igual.

Por supuesto, todo lo anterior está vinculado a lo que Weber denominó como la visión patrimonialista del poder. Porque las y los “cuidachambas” piensan que la plaza laboral que ocupan “es suya”; que las instalaciones donde trabajan son suyas, y que hasta el escritorio que utilizan “es suyo”.

Así, cuando la o el “soñador” convoca a la acción, las reacciones son diversas. Sin embargo, por norma general, entre el pragmatismo y los principios, la opción es evidente y clara. Y cuando se llega a tal disyuntiva, incluso, o, sobre todo, los que se habían mostrado más cercanos a la o el “soñador”, son los primeros en advertirle que no cuente con ellos; porque donde están es donde quieren estar; porque no van a arriesgar lo que con tanto trabajo han conseguido; y porque a final de cuentas es lo que llanamente quieren, ¿y qué?

Afortunadamente, la historia muestra que de vez en vez alguno toma el reto de intentarlo; alguna o alguno sabe que hay batallas que se van a perder, pero que eso no es justificación para no acudir a ellas. Alguien, siempre, tiene que tratar.

Investigador del PUED-UNAM

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